Culpable


Continuación:

El último café
Llegada a París
Historias de París


  Puedo culpar al vino de ese día, al del día anterior, al de la semana pasada...  de haberme encontrado frente al espejo y no haber sido capaz de reconocerme. Había catado sin gusto, unas -muchas- botellas de vino a lo largo de cinco meses. He cantado y bailado con ellas. Los bares se habían convertido en mis mejores amigos y siempre estaba acompañada de demonios en blanco y negro.
  
  Había dejado mi piso hacía una semana para instalarme en un pequeño hotel en pleno centro de París. Tras dejar que, prácticamente todos los días, el fuego del alcohol recorriese mis venas, decidí con lo poco que me quedaba de razón que sería más práctico. Así, podía asegurarme de llegar a mi habitación, por lo menos los días que no acabara jugando entre las sombras de algún caballero. He permitido esconderme de las horas -¿o me escondieron ellas?- arrastrándome por las calles, por los bares, por camas, por ti. Al final siempre ha sido por ti.

  Sentí asco, vergüenza y agotamiento, mientras observaba en lo que se había convertido mi reflejo, ahora sucio y borroso. Ya no era capaz de escuchar el tono alegre de ninguna canción. No me quedaban zapatos sin barro y ni un pintalabios que pudiese pintarme una sonrisa. Pero no quería seguir dejando pasar el tiempo sin volver a aprender a caminar. Ya había dejado que la ira y la amargura se hiciesen con mi vida durante mucho tiempo. Quería otro ritmo. Necesitaba respirar.

  Lo primero que hice, fue buscar mi diario entre toda las cosas que tenía en las maletas. Perdido había quedado, olvidado, olvidada. Después de buscar durante una hora, por fin lo encontré, un poco roto y muy triste. Era hora de volver a darle, darme, vida.


28 de mayo, 1940:

He sobrevivido a lo que va de año, de momento. Tras dedicarme a vaciar botellas de vino, he decidido que ahora es el momento de volver a abrir las ventanas y dejar que entre un nuevo viento.


 Limpié mis zapatos favoritos hasta que volvieron a brillar y me compré un pintalabios -mentira, me compré seis, que soy débil-. Quería cenar yo sola esa noche, sin caballeros amables -sólo cuando se hallan bajo luz- y sin botellas. A la hora de salir del hotel, rebuscando entre mis sombreros, encontré el marrón que me diste, pero todavía era pronto para eso. Elegí uno más elegante, pero que menos historias me podía contar.

  Con las piernas temblando pero con la cabeza en alto, negándome a manchar mis mejillas de lágrimas negras, conseguí salir de la habitación. Al notar el sol en la cara, me pregunté dónde se hallaba todo este tiempo. En ese momento, me di cuenta de que no era éste quien se escondía de mí, sino yo de él. No me había quedado sin luz, sólo que durante mucho tiempo, no supe, no quise, buscar. Al fin sonreí. No fue tan difícil, no lo es. Puedo. Andaré un paso más, a ver qué pasa, a ver si llego a dos, ¿llegaré a tres? Puedo.

  Aún no he dejado de andar.




                      Foto: Huellas de lluvia