Porque ahí todos son -y no sólo parecen- felices


   Rodeada de montañas que la acunan y protegen. Sobre su lienzo, pintado de azul y verde, un lago que estira sus brazos para recorrer con curiosidad toda la ciudad. Cuando el cielo se cubre de gris, las montañas se dejan arropar por un mar de nieve que, durante los meses de trance, esconde la tierra para luego dejarla volver a nacer con esplendor y nuevas ilusiones. Al pintarse el cielo de azul, al pintarse de esperanza, la ciudad se inunda de vida y sus calles se convierten en testigos de la admiración.


                        Foto: Huellas de lluvia
                              


  Annecy, una pequeña ciudad situada en la región francesa de Rhône-Alpes, Francia, a cuarenta minutos de Ginebra, donde entonces vivía. Encantadora, acogedora, maestra en capturar a la gente que la visita. Conocí esta ciudad por primera vez hace diez años, cuando fui con mis mejores amigas mientras aún vivíamos todas en el mismo lado del mundo -antes de que por situaciones de la vida, cruzaran el mar y yo diese un salto al oeste-. Cuando todavía no sabía lo que era echar de menos a alguien de verdad. Recuerdo la facilidad con la que me enamoré de Annecy. Recorrí las calles que, a medida que más iba conociendo, más aumentaba mi asombro. Las terrazas siempre llenas de turistas, heladerías llenas de colores, el olor a gofre en cada esquina y puestos de souvenirs por todas partes. Resultaba imposible no fascinarse con tanto movimiento y tanta alegría. Porque ahí todos son -y no sólo parecen- felices. Mis ojos mantuvieron conversaciones con la ciudad que, desde el primer día, ésta me prohibió olvidar. No tardamos mucho en montarnos en un pédalo para adentrarnos en el lago. El agua, transparente, nos incitó a lanzarnos sin dudar, aquel primer día y todas aquellas veces que volvimos. 

  Pasaron cuatro años antes de que pudiera volver a esta pequeña ciudad.  Seguía siendo la misma ciudad que había conocido años atrás. Una ciudad donde es imposible comer mal, ofreciéndonos mil sabores a la carta, dejándonos sólo con la opción de elegir. Llena de rincones con ese -aquel- encanto francés para saborear un buen vino o para disfrutar de una cerveza fría y, si vas con buena compañía, mucho mejor ya que es un lugar para comentar cada segundo. Esta vez, tampoco tardé mucho en acudir a la llamada del lago y, así, poder aliviarme del calor que me acariciaba, sin llegar nunca a quemar, a agobiar. El agua, no se mostró tímida y se dejaba ver hasta el fondo, como siempre había hecho. Volví a bailar con ella y dejé que me besara la piel mientras le contaba nuevas historias. 

  Había dejado que el miedo -que no dejaba de pensar en mí- a atreverme a visitar un tiempo al que hace mucho que le había puesto candado, afectase al ánimo. Al final, pude darme cuenta de que a veces hace falta volver atrás y aprender a sonreír al pasado, para poder seguir hacia adelante, sin penas, sin miedos y sin dudas, con paso firme y siempre con una sonrisa. Dejando siempre un espacio para recordar, para no envidiar a los ojos de entonces; volver a vivir, vivirlo, aunque sólo sea mientras tengamos los ojos cerrados; pero dejando salir una sonrisa, aunque sea sólo de lado, aunque sea sólo durante unos poco segundos. 


                   
                           Foto: Huellas de lluvia