Que mis tacones rojos favoritos ya no puedan bailar no significa que una vez no lo hayan hecho. Recuerdo aquella tarde de agosto que ahora resulta tan lejana. El 27 de agosto de 1939. Las calles soleadas, perfectas para recorrer las calles de París. Llevaba sólo dos horas en esta ciudad tan mágica. Me había dado tiempo a dejar mis maletas en el hotel y ponerme mis tacones, los rojos, por supuesto. Paseando al ritmo de Moonlight serenade -canción que mi mente decidió que debía acompañarme durante todo el día- recorrí la Avenue de Saxe. Cómo me fascinaban las calles de París, antes de que se volviese tan gris.
Tras dos semanas de sólo comer, beber y comprar, por fin llegó el día en que podía instalarme en el piso de la Rue de François 1er. En ese momento no podía ser más feliz. El piso no estaba precisamente en el centro, pero sólo tenía que cruzar el río Sena, que no me quedaba muy lejos, para llegar a la famosa Tour Eiffel. No podía creer que por fin hubiera dejado Londres para vivir en la ciudad que más me atraía. No es que no me gustase mi ciudad natal, pero no soportaba seguir viviendo con mi madre y estaba cansada de la rutina que llevaba. No fue fácil el poder irme. Teniendo 24 años y sin estar casada, todo se vuelve más complicado. Todo te lo hacen más complicado. Nunca entendí por qué no debía poder hacer las cosas sola. Todo eso sentí que ya no importaba. A partir de ahora, podía vivir sin que me pusiesen límites. Ingenua.
Mi nuevo hogar era ideal. No tenía más de cuarenta metros cuadrados, lo que lo hacía bastante acogedor. Tenía unos ventanales enormes que dejaban pasar bastante luz. La primera noche que pasé en mi pequeño piso la disfruté con una copa de vino. No necesitaba nada más. No quería que acabase la noche, era perfecta.
A la mañana siguiente decidí que era hora de buscar un trabajo. Tenía bastante ahorrado de mi último trabajo de camarera en Londres y por una cantidad generosa que mi madre me había dado cuando por fin aceptó que me iba de verdad. Pude ahorrar lo del trabajo ya que no tenía que pagar nada, era la única ventaja de vivir con mi madre. Pensé que no sería muy difícil encontrar otro trabajo como camarera debido a mi experiencia de cinco años. Tenía razón. A las seis de la tarde ya tenía trabajo en una pequeña cafetería en la Rue Galilée. Era perfecto, no estaba muy lejos de mi piso. Empezaría a trabajar el lunes 11 de septiembre, me quedaba justo una semana.
Durante esa semana, dediqué mi tiempo a arreglar el piso, explorar la zona y mandar mi nueva dirección a mis familiares y amigos. Dudé si mandársela a mi madre o esperar unas semanas. Sabía que me inundaría el buzón en cuanto supiese la dirección. Estaba nerviosa por el trabajo nuevo. No le temía al idioma ya que había podido estudiar francés durante unos años. El trabajo en sí tampoco me asustaba, simplemente estaba nerviosa por el cambio. Era real.
Lunes. El lunes que ansiaba y temía, pero por fin había llegado. Me desperté a las cinco de la mañana para asegurarme de que iba decente a trabajar, a pesar de mis ojeras. Al llegar ahí a las seis, Monsieur Aubin, el dueño de la cafetería, ya estaba sirviendo el primer café de la mañana a una señora mayor que estaba sentada en una esquina. Le saludé, me dio un par de instrucciones y de inmediato empecé a trabajar.
Serían cerca de las dos cuando le vi entrar. Recuerdo que fui corriendo al baño a retocarme y me sentía horrible sin uno de mis vestidos y sin tacones. No me quedaba otra que sonreír y desear que no le importase el vestuario. Para mi sorpresa, aquel hombre no dejó de hablarme durante la media hora que estuvo ahí. Me puso tan nerviosa que me prestase tanta atención que Monsieur Aubin tuvo que echarme la bronca un par de veces por olvidarme de atender a unos clientes. Tampoco se me olvida la primera vez que escuché tu nombre: Ethan. Insistió en invitarme a un café pero mi turno no terminaba hasta las cuatro. Me besó la mano y me dijo que volvería a esa hora. Estaba convencida de que no lo haría, ¿por qué iba a hacerlo? Estaba hecha un desastre y no dejaba de decir tonterías. Ay, los nervios, qué traicioneros son. Pero lo hizo, lo hiciste. Volvió. Nos tomamos nuestro primer café y, vaya cómo disfruté.
11 de septiembre de 1939:
El primer café...